Tengo Cuatro Vaques Pintes - Gelita del Cabanón de Nembra
No soy una ilustradora paciente. Tampoco presumo de trazo rápido y limpio, no vayan a creer. Soy en definitiva, una ilustradora del montón que adolece entre otros y sobre todo, de calma y temple. Por eso, cuando una narrativa ‘se me hace bola’, justo un segundo antes de alcanzar lo soportable para no tirar la toalla, me encomiendo a los años que viví con güela en el número 26 del Condao y a su bendita paciencia.
Al final de la primavera, cuando los días se hacían más largos y el húmedo hálito de la tierra era desleído por el sol en el valle, la madre de mi madre esparcía con esmero la lana apelmazada de los colchones sobre un montón de mantas viejas en el suelo.
A veces mi hermana y yo participábamos, no tan eficientes como solícitas, haciendo de la tarea un juego del que pronto nos aburríamos.
Una vez extendido el relleno en el patio, con una vara seguramente de avellano, lo azotaba con fuerza para levantar sobre su cabeza, enjutas vedijas de lana al vuelo, hasta haberle devuelto a la borra compacta su mullido natural.
Aquel sonido del aire cortado en cuajo, de zumbido abrupto, de silbido al viento, y el denso perfume del vellón de oveja y carnero, anegando el espacio, me devuelve a las plácidas tardes de infancia cuando nada era grave y en una sola hora cabía un mundo entero.
¿Cuánto tiempo puede llevarle a una única mujer de apenas metro y medio sacar, deshacer, varear y coser un colchón de nuevo?, ¿cuánto puede tardar en hacer lo mismo con varios de ellos? ¡Güela lo hacía cantando!
Algunas mañanas de verano, cuando no iba a la escuela, la encontraba sentada en su banqueta, separando una a una las lentejas para el puchero. En la radio sonaba Luis del Olmo. Buena, mala, piedra, [...]. Sin pausa, sin urgencia.
A lo largo del invierno, apartaba la nata de la leche que traíamos de casa Sari o de casa Gelina, hasta juntar como para hacer una bola de mantequilla -manteca lo llamaba ella-, para degustarla por Semana Santa. Con la lechera entre sus piernas en un taburete, casi, casi a ras del suelo, removía con un cucharón la nata hasta cuajarla, ¿cuántas horas podía dedicarle a tal faena?, ¿cómo quedaban al acabar, sus manos, su espalda, cada uno de sus huesos? Más tarde entre sus manos santas, lo moldeaba acabándolo con forma de brazo de gitano lobulado, y dibujo en celosía con el tenedor.
La escucho cosiendo en la planta alta de la casa, sus pies al pedal y el dale que dale de la correa en la vieja Singer mientras entonaba. O simplemente tejiendo jerséis de lana, durante días, durante semanas.
Y entonces, vuelvo a lo mío y me digo, ¿esto te cansa?, ¡esto no es nada!
Видео Tengo Cuatro Vaques Pintes - Gelita del Cabanón de Nembra канала Leti González
Al final de la primavera, cuando los días se hacían más largos y el húmedo hálito de la tierra era desleído por el sol en el valle, la madre de mi madre esparcía con esmero la lana apelmazada de los colchones sobre un montón de mantas viejas en el suelo.
A veces mi hermana y yo participábamos, no tan eficientes como solícitas, haciendo de la tarea un juego del que pronto nos aburríamos.
Una vez extendido el relleno en el patio, con una vara seguramente de avellano, lo azotaba con fuerza para levantar sobre su cabeza, enjutas vedijas de lana al vuelo, hasta haberle devuelto a la borra compacta su mullido natural.
Aquel sonido del aire cortado en cuajo, de zumbido abrupto, de silbido al viento, y el denso perfume del vellón de oveja y carnero, anegando el espacio, me devuelve a las plácidas tardes de infancia cuando nada era grave y en una sola hora cabía un mundo entero.
¿Cuánto tiempo puede llevarle a una única mujer de apenas metro y medio sacar, deshacer, varear y coser un colchón de nuevo?, ¿cuánto puede tardar en hacer lo mismo con varios de ellos? ¡Güela lo hacía cantando!
Algunas mañanas de verano, cuando no iba a la escuela, la encontraba sentada en su banqueta, separando una a una las lentejas para el puchero. En la radio sonaba Luis del Olmo. Buena, mala, piedra, [...]. Sin pausa, sin urgencia.
A lo largo del invierno, apartaba la nata de la leche que traíamos de casa Sari o de casa Gelina, hasta juntar como para hacer una bola de mantequilla -manteca lo llamaba ella-, para degustarla por Semana Santa. Con la lechera entre sus piernas en un taburete, casi, casi a ras del suelo, removía con un cucharón la nata hasta cuajarla, ¿cuántas horas podía dedicarle a tal faena?, ¿cómo quedaban al acabar, sus manos, su espalda, cada uno de sus huesos? Más tarde entre sus manos santas, lo moldeaba acabándolo con forma de brazo de gitano lobulado, y dibujo en celosía con el tenedor.
La escucho cosiendo en la planta alta de la casa, sus pies al pedal y el dale que dale de la correa en la vieja Singer mientras entonaba. O simplemente tejiendo jerséis de lana, durante días, durante semanas.
Y entonces, vuelvo a lo mío y me digo, ¿esto te cansa?, ¡esto no es nada!
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